“Una tarde de junio de principios de los años 80s, dos efectivos de la entonces Policía Federal de Caminos se hallaban tomando un descanso a bordo de una patrulla oficial estacionada al costado poniente de la carretera Internacional México-Nogales, a la salida sur de la ciudad de Culiacán, justo en las faldas del cerro de El Tule.
Cansados de un día caluroso y de recorrer por más de 8 horas la carretera desde Cosalá a Culiacán, lo que más querían los agentes federales era tener una noche de patrullaje relajada y rogaban para no tener que acudir a un accidente vial, de esos muy comunes en la zona.
Sentados dentro de la patrulla oficial, un automóvil Impala color negro con sus luces preventivas y torreta encendida, ambos agentes observaban cómo se terminaba el día al ocultarse el Sol y la obscuridad de la noche poco a poco cubría todo a su alrededor.
De pronto, el oficial que se hallaba sentado frente al volante observó las luces de una camioneta que circulaba a velocidad inmoderada de norte a sur por la carretera Internacional, también conocida como México 15.
“Mira pareja, esa camioneta va enchinga”, le comentó a su compañero, quien dormitaba en el asiento del acompañante. “Vamos a seguirla, a esa velocidad los ocupantes pueden provocar un accidente”, dijo el oficial al mando, mientras se colocaba el cinturón de seguridad y encendía el motor de la patrulla.
En unos instantes la patrulla subió a la cinta asfáltica y aceleró de inmediato para seguir a aquella camioneta que se desplazaba rumbo al sur. La unidad oficial de la Federal de Caminos, con un motor que acelera de uno a 200 kilómetros en pocos minutos, parecía volar sobre el pavimento, pero aún así tardó varios minutos en poder alcanzar la camioneta sospechosa que llevaba una considerable ventaja.
Al colocarse detrás de la camioneta, los oficiales de caminos con su torreta le indicaron al conductor detener la marcha de la unidad. El chófer de inmediato desaceleró y se detuvo a un costado de la carretera, a sólo unos cuántos kilómetros antes de llegar a la sindicatura de El Salado. Ambas unidades se detuvieron en la misma dirección y a un par de metros al costado poniente de la carretera.
Uno de los oficiales bajó de la patrulla y se dirigió con el conductor de la camioneta, una Ram Changer negra, último modelo, con rines de lujo, sin placas de circulación y permiso provisional para circular. “Circula a exceso de velocidad señor”, ¿tiene mucha prisa señor?”, le preguntó el oficial de caminos.
“Sí, tengo mucha prisa hijo”, respondió el conductor de la camioneta, quien tenía unos 35 años de edad, tez morena, complexión robusta, vestía ropa vaquera, con un sombrero negro, de textura fina y en su muñeca derecha lucía una esclava gruesa de oro de 14 quilates.
Junto al desconocido se encontraba una jovencita, no mayor de 20 años de edad, de cabello rubio, cara afilada, ojos grandes y verdes, delgada, con una minifalda y una blusa de gran escote, que dejaba ver parte de su piel tersa y blanca, además de parte de sus pechos bien torneados.
“Su licencia de conducir por favor señor”, solicitó con un tono más firme el oficial de policía. La respuesta del infractor fue inesperada. “No tengo licencia mijo, si voy a sacarla no me la darían”, ¿Pero por qué no señor?, cuestionó el Federal de Caminos.
“Se ve que maneja muy bien”, agregó el oficial federal. “Es que soy Ismael Zambada García”, respondió el chófer la camioneta Ram Changer.
Esas palabras dejaron “helado” al oficial de la Policía Federal de Caminos, quien se quedó inmóvil por algunos segundos.
“El Mayo” Zambada de inmediato sacó de entre sus ropas un fajo de billetes de 100 dólares y se los ofreció al Federal de Caminos, quien todavía asombrado los tomó con su mano derecha temblorosa.
“Nos vemos hijo, que la pasen muy bien, tengan cuidado en la carretera”, dijo el narcotraficante mientras encendia el motor y ponía en marcha la camioneta.
Luego, Zambada García le pasó su brazo derecho por la espalda a su joven compañera a quién le dió un beso en la boca. Luego aceleró la marcha de la camioneta para seguir su camino rumbo a El Salado.
El Policía Federal de Caminos se dió la vuelta, y a pasó lento llegó y subió a la patrulla dónde lo esperaba su compañero, quien observaba todo desde la unidad.
¿Qué pasó? le preguntó sorprendido. Era “El Mayo” Zambada, dijo el asombrado el policía, al mismo tiempo que le ofrecía el fajo de billetes “verdes” a su compañero, quien igual de sorprendido, no podía articular palabras.
Luego, el silencio entre ellos fue largo y los oficiales sólo se concentraron en observar cómo se perdían en la obscuridad de la noche las luces de aquella lujosa camioneta, donde viajaba uno de los hombres que a la postre se convertiría en uno de los narcotraficantes más poderosos del mundo.